Las economías modernas dependen de un intercambio de bienes y servicios entre personas o empresas. En ocasiones requieren alianzas u otros arreglos colaborativos.  Operaciones de exportación, distribución, contratos de franquicia, licenciamiento de marcas, fusiones y adquisiciones.   Préstamos bancarios, arrendamientos, joint ventures, etc.  En fin, una interminable lista de posibles acuerdos entre distintas partes que pueden estar situadas en diferentes países con sistemas jurídicos distintos y diferentes idiomas y cultura.

El mundo globalizado y su economía necesitan  de ese intercambio que a su vez se sustenta  en diferentes relaciones contractuales entre las partes que pueden  convenirse mediante un simple apretón de manos o a través del más elaborado y negociado contrato escrito.   Si no existe la confianza de un exportador de arveja china en Guatemala, por ejemplo, de que su producto va a ser pagado por un comprador en Nueva York al recibir los documentos de embarque, y si el comprador no tiene algún grado de certeza que el producto por el que está pagando y que aún no ha visto realmente llegará y tendrá la calidad deseada, sencillamente no hay intercambio.   Si queremos llevarlo un paso más allá de sofisticación, pensemos en un portal como Amazon, cuyo fundador, Jeff Bezos,  es hoy en día  según la revista Forbes el hombre más  rico del mundo, haciendo tambalear el mercado de retail tradicional donde el consumidor puede tocar, ver y oler lo que compra.   Amazon depende totalmente de la confianza ante un consumidor que no puede más que ver el producto en su página web y revisar los comentarios y calificaciones de otros consumidores. 

La sociedad moderna es clara expresión de que existe  una confianza  o más bien, una predictibilidad de cumplimiento de los arreglos comerciales.     Quid pro quo: yo cumplo si tú cumples.      Sin embargo,  es una realidad innegable  que esa confianza puede ser vulnerada, o bien que  los alcances y verdadero sentido de los arreglos comerciales sean interpretados genuina o convenientemente  de manera distinta entre partes. Cada cual vela por su beneficio.  Los ejecutivos tienen responsabilidades fiduciarias para con sus accionistas y deben  interpretar los arreglos comerciales de la manera que sea más beneficiosa a éstos.

 Tampoco hay que olvidar que consciente o inconscientemente, en caso de duda interpretacional anteponemos nuestros propios intereses a los de nuestra contraparte.   Surgen así las denominadas disputas comerciales.    Los abogados muchas veces somos llamados a la escena cuando la confianza es ya inexistente y el adversario -que pudo haber sido durante años el mejor aliado comercial de nuestro cliente-  ahora es el peor enemigo, en quien no se puede confiar.  No queda alternativa: ¡Hay que litigar!  ¿O no?

Entonces vienen los análisis jurídicos, la revisión de los contratos  e intercambios de correos electrónicos o cartas escritas entre las partes, el derecho aplicable, la prueba,  la cláusula arbitral, el cúmulo de horas /hombre invertidas en entender el conflicto, en fundamentar una pretensión o una defensa.   Empiezan a sumar así los costos de un pleito.  Nos convencemos del punto y juntos, cliente y asesor legal,  nos proponemos emprender el camino de la reparación de las afrentas del adversario diseñando una estrategia de litigio, que puede ser menos o más agresiva, me defiendo atacando, planteo un arbitraje o  busco una interpretación para evitarlo y forzar a la otra parte a discutir el pleito en tribunales que no confía.    Empieza el juego de ajedrez que llamamos litigio.   Los costos siguen sumando en proporción inversa a la disminución de la confianza en el adversario.  Las emociones y sentimientos cobran más fuerza que la razón y los costos incurridos o por incurrirse.  Los abogados seguimos adelante y plantemos más ataques, o defendemos más agresivamente, y  explicamos al cliente que la disputa puede durar años, etc., etc.  

Cuando los abogados somos llamados a escena dentro de una disputa contractual, debemos visualizar el tablero de ajedrez con nuestro cliente.    Anticiparnos a todas las posibles jugadas. Calcular el  costo probable: cuantos peones nos comerán, alfiles que podemos perder, el tiempo que puede durar y por supuesto los  posibles jaques.   En otras palabras, debemos evaluar las probabilidades de éxito, los tiempos involucrados y lo que puede anticiparse sucederá con la escalada del conflicto. Una acción lleva a una reacción como un litigio puede llevar a otro.       Debemos preguntar y saber de entrada si existe la posibilidad de un arreglo, cuáles son los intereses y posiciones genuinos de nuestro cliente y hasta donde está dispuesto a ceder.  En otras palabras, un abogado debe  asegurarse  a profundidad si existe una posible salida al conflicto y en qué podría consistir. Qué tendría que ceder mi cliente y qué su adversario.   No siempre puede evitarse un litigio, y en muchas ocasiones es la única  alternativa, pero la decisión de ir adelante debe evaluarse con mucha objetividad junto al cliente.     Se toman las piezas blancas y se hace la primera movida.   Se busca un primer jaque.   ¿Estará el oponente dispuesto a ceder allí?  Sigue el conflicto.

Poco a poco el tiempo y los costos van calando.    Las emociones van cediendo al sentido común y al desgaste.   Los días, meses y años pasan.  El tablero no está definido pero los jugadores ya están agotados.   ¿Será ahora demasiado tarde para buscar un arreglo?    Tal vez no y probablemente sea la decisión más sensata para ambos.      Sin embargo, la gran mayoría de los gastos incurridos de litigio hasta esa etapa serán costos hundidos para las partes. 

Ni el análisis más  frío, objetivo y económico puede evitar siempre que un conflicto escale al litigio.  Ahora bien, y para concluir,  cuando se da una situación de potencial conflicto es importante tener presente lo siguiente:

1)      Definir  lo mejor posible los probables costos que involucrará llevar a cabo un litigio hasta sus últimas consecuencias. 

2)      Entender  el tiempo que puede tomar resolver el problema mediante una sentencia o laudo definitivos.   En ocasiones, una sentencia puede demorarse varios años. 

3)      Tener claridad de  nuestra posición o la de nuestro cliente, haciendo un listado de temas que no son negociables y los que sí, pero teniendo en mente los costos y el tiempo.   Seguramente teniendo esto claro estemos dispuestos a ceder un poco más.  

4)      En los conflictos también aplican las leyes de la física: Toda acción genera una reacción.  Si empezamos atacando, seremos contraatacados.

5)      Si  existe un contrato que tenga una cláusula de arbitraje bien desarrollada, pueda ser que el  factor tiempo para llegar a un laudo final se vea reducido de manera importante.  Asimismo, el sujetar la contienda a un arbitraje también puede reducir la incertidumbre que provoca estar sujeto a una resolución judicial ante un juez que quizás no domine el tema o tenga una carga de expedientes excesiva.    Sin embargo,  aun reduciendo los tiempos, el factor costo en un arbitraje puede ser igual, o hasta incluso mayor, que litigar.  

6)      La  viabilidad de buscar una mediación formal que proponga  arreglos desde el enfoque de un tercero objetivo que no está comprometido ni se debe a ninguna de las partes, sino a su propia imparcialidad.   Las conciliaciones no son vinculantes y pueden ser una buena opción.  

7)      Por último, es -por mucho- preferible invertir tiempo, dinero y esfuerzo en desarrollar un contrato más sólido que exprese con claridad los alcances de un acuerdo, evitando así una disputa posterior, a tener que invertir en asesoría una vez surgida la disputa.  

La psicología de un conflicto legal es muy similar a la de cualquier otro  conflicto humano a todo nivel, incluso a nivel familiar.  Esto significa que las emociones de los involucrados en el conflicto juegan siempre un factor importantísimo.    La experiencia demuestra que las emociones pueden pasar pero los costos y  pérdidas de oportunidad que una disputa genera, incrementan entre más se prolongue la resolución de la misma.  

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